Eutiquia padecía de hemorragias y Lucía, con el propósito de ganar su favor, le aconsejó que fuese a orar a la tumba de Santa Ágata de Catania para pedir por su curación. Si un milagro ocurría, quizás Eutiquia accedería a liberarla del arreglo matrimonial.

Dios escuchó los ruegos de la madre y le devolvió la salud. En señal de gratitud, ella le ofreció a Lucía acceder a cualquier cosa que le pidiera. La joven rogó que no la obligue a casarse, confesándole su deseo de consagrarse a Dios y repartir la fortuna familiar entre los pobres. Eutiquia, segura de cuál era la voluntad de Dios, le otorgó el permiso a su hija.

Al enterarse de esto, el pretendiente de Lucía se enfureció y la denunció ante el procónsul Pascasio, acusándola de ser cristiana. Eran tiempos de la persecución de Diocleciano – la Gran Persecución- y el procónsul llevó a la joven a su presencia; luego la amenazó de muerte a menos que desistiera de su postura. Lucía respondió así a la amenaza: “Es inútil que insista. Jamás podrá apartarme del amor a mi Señor Jesucristo”.